Relato Mi Maestra*
Mi último recuerdo antes del viaje fue una visita que hicimos al párroco. Había ido varias veces con mi madre a la iglesia, pero en esta última don José nos dio una carta y mi madre rompió a llorar de emoción mientras le abrazaba agradecida. Yo no entendía nada, pero aquel abrazo y las lágrimas significaban que algo importante estaba pasando.
Después de eso volvimos a casa. Mi madre, entre lágrimas y besos, preparó una maleta con un par de vestidos, varias mudas, mi camisón, una foto familiar y el rosario. Al día siguiente nos montamos en un coche de línea. Al subir, muchos vecinos nos despedían desde la calle mientras nos sentábamos nerviosas. Yo no sabía ni a dónde íbamos, ni porqué, pero no se me escapaba el hecho de que en la maleta solo hubiera ropa mía y mi madre no dejara de besarme y acariciarme entre lágrimas. Me sentía nerviosa, me sudaban las manos y no soltaba ni un momento la falda de mi madre, por si acaso.
Un vez salimos del pueblo pasó un poco la emoción y el viaje fue tranquilo. Recuerdo ver por la ventana los campos dorados al sol, casi todos ya segados. No sé cuánto duró el viaje, de vez en cuando parábamos en algún pueblo y subían personas que no conocía. Cada vez hacía más calor y se notaba que muchos empezaban a moverse impacientes en sus asientos. Por la ventana se veían más casas, algunas de ellas extrañamente altas, mientras los viajeros comenzaban a estirarse la ropa y coger sus bultos de la parte de arriba.
El autobús paró y nos bajamos todos. A algunos les esperaban en la estación y se abrazaban. Yo seguía agarrada a la falda de mi madre, mirándolo todo y tratando de entender en su cara qué pasaba, o al menos intuir si podía ser algo bueno o malo. Veíamos a la gente ir y venir, y mi madre se acercó a un par de personas, les enseñó un papel y le señalaron con el dedo a lo lejos.
Después de coger otro autobús y de una larga caminata, llegamos a un centro enorme que parecía estar a las afueras de la ciudad, ya que no había tantas casas a su alrededor. Entramos en el recinto, por un pasillo rodeado de árboles hasta una plaza donde había varias niñas y niños jugando. Corrían, movían sus manos y reían. Eran muy expresivos y cercanos. Se tocaban, movían las manos y volvían a reír. Se acercaron hacia nosotras a saludarnos con curiosidad. Seguían haciendo extraños gestos con sus manos con los que parecían entenderse.
Salió a recibirnos una mujer muy dulce. Recuerdo su pelo rizado y la sonrisa en su cara. También movía sus manos y sus labios, pero más despacio, acariciando el aire. Me tocó el hombro para que la mirara y acercó su mano para coger la mía y entrar juntas en el edificio de la derecha. Vimos varias salas y, subiendo las escaleras, llegamos a una planta en la que había habitaciones con camas. Una niña un poco más alta que yo se señaló el pecho, hizo un gesto en la mejilla y señaló su cama. Luego señaló la cama de al lado, a mí y me dio un abrazo.
Empecé a comprender que quizá ese sería mi nuevo hogar. No podía evitar llorar porque no quería separarme de mi madre y sentía miedo a lo desconocido, pero aquella mujer me transmitía una sensación de paz y sosiego difícil de explicar. Y la niña, mi vecina de cama, sin conocerme había comprendido cómo comunicarse conmigo. No movía sus labios como otras personas, aunque su cara, sus gestos y sus manos expresaban muchas cosas. Veía otros niños y niñas que no eran como los que conocía del pueblo y, por primera vez, no me sentí tan diferente.
Los primeros días fueron difíciles, todo era nuevo. La comida era distinta, el día a día tenía otro ritmo y echaba de menos a mi madre, sobre todo por las noches. A cambio, iba entendiendo cada vez más cosas. Lo primero que entendí fue que esos niños y niñas utilizaban las manos para comunicarse, y yo también podía hacerlo. Después, mi maestra me ayudó a comprobar que hay sonidos que yo no percibía, que sirven para comunicar y para aprender. Con ayuda de unos cascos descubrí que había muchos sonidos diferentes: sonidos de personas, de animales, de objetos… Mi maestra y los compañeros me iban enseñando esos gestos, que ahora sé que se llaman signos, y me ayudaban a poder expresarme y comprender a los demás. Paulatinamente fui entendiendo que esos mismos signos también se pueden decir con palabras, que podía percibir con ayuda de aquellos cascos y, con la cariñosa ayuda de mi maestra, fui aprendiendo a decirlas y a escribirlas.
En aquel centro, el Colegio Nacional de Sordos, comprendí porqué era diferente al resto de los niños del pueblo. Comprendí que era sorda, pero no estaba sola. En el colegio todos eran sordos como yo y rápidamente aprendí a comunicarme a través de la lengua de signos. Mi maestra me ayudó a poner a trabajar mis restos auditivos y, con paciencia, aprender a hablar, leer y escribir. Aquella maestra de cabellos rizados supo ver mis capacidades, más allá de mis dificultades y ayudarme a crecer. Aquel colegio fue mi hogar durante muchos años y aquellos compañeros y mi maestra, mi nueva familia.
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