Colegios de sordos y asociaciones de sordos

A veces cuesta entender la importancia de las asociaciones y de los colegios de sordos dentro de la comunidad sorda. Especialmente desde el desconocimiento, porque una vez que vas a una asociación y ves los lazos que hay entre sus miembros y los servicios que dan, en ese momento empiezan a encajar las piezas del puzle.

Pero para comprender verdaderamente qué pasa y porqué, necesitamos dar un poquito de marcha atrás en el tiempo. Digamos que al menos unos 50 años (aunque podrían ser más). Por ejemplo, en la década de los 70 la gran mayoría de las personas sordas escolarizadas lo hacían en centros específicos de personas sordas, segregadas del resto de los alumnos y concentradas en las grandes ciudades españolas: Madrid, Barcelona, Málaga, Zaragoza, Valladolid, Granada o Valencia. La mayoría de estos centros, además, contaban con un internado, para poder acoger niños que procedían de los pueblos de la provincia, o de otras provincias sin centros. Así que muchas familias tenían que optar por meter a sus hijos en un internado y verles sólo los fines de semana en el mejor de los casos, o en vacaciones, lo que era más habitual por las distancias y circunstancias económicas.

(Imagen del Colegio Nacional de Sordos a pincipios del siglo XX)

Estamos hablando de un momento en el que la tecnología apenas se había desarrollado: ni la tecnología para facilitar la audición (los audífonos que había en ese momento nada tienen que ver con los actuales ni llegaban a todas las personas y aún no había implantes cocleares ni equipos de FM) ni la tecnología  para facilitar la comunicación y el acceso a la información (no había subtitulado, ni móviles, ni correo electrónico, y el fax, aunque se había inventado, no llegó a España hasta los años 80).

Y estamos hablando en su mayoría de niños cuyas familias eran oyentes. Familias, por tanto, que no habían visto a una persona sorda antes de que naciera su hijo o su hermano y nada sabían de la Lengua de Signos. Aunque ahora nos cueste entenderlo, afortunado era el niño sordo que nacía en una familia en la que hubiera otra persona sorda, ya sean sus padres, abuelos o un hermano.

Así pues, esa familia con uno o dos hijos sordos que viviera en un pueblo o una ciudad pequeña, ¿qué haría? Mandar a su hijo a un internado con todo el dolor de su corazón pero también con la esperanza de que aprendiera y tuviera más oportunidades. Y para ese niño, o esos hermanos, comenzaría una nueva vida lejos de sus padres (qué doloroso también, porque estamos hablando de niños de 6, 7 u 8 años…). Literalmente una nueva vida, porque imaginemos cómo se sentirían al llegar a un centro en el que todos los niños (en su mayoría un poquito más mayores) se comunicaban con las manos. Una vez pasado el mal trago de separarse de la familia y adaptarse a un lugar nuevo, rápidamente empezarían a aprender la LSE y a comunicarse con sus compañeros, profesores y cuidadores. Y empezaría a entender cosas, los porqués y los para qué. Y empezarían a hacer nuevos lazos, a crear una “nueva familia”.

No es que dejaran de tener su familia, ni muchísimo menos, pues en vacaciones, y algunos los fines de semana volvían a sus casas. Los más afortunados que vivían en la ciudad iban y venían cada día. Pero todos hemos hecho un viaje con amigos o hemos visto lo que sucede en programas de tipo Gran Hermano, cuando hay mucha convivencia se generan unos lazos muy fuertes e intensos, de los que cuesta separarse cuando acaba esa convivencia. Todas las personas sordas que conozco guardan recuerdos muy intensos de sus años del colegio y continúan teniendo relación con sus compañeros de colegio (y a veces de internado).

Pero acababa el colegio, ¿y ahora qué? Para algunas personas sordas, después del paso por el colegio, de una etapa muy estimulante, tanto por los aprendizajes en el aula como por los aprendizajes en el patio, comedor o internado, llegaba el momento de volver a su ciudad o pueblo, y perder el contacto con otras personas sordas, o al menos reducirlo mucho. Y vivir rodeado de personas que no se comunican de la misma manera.

Precisamente ese es uno de los motivos por los que surgen las asociaciones de sordos. La primera asociación, la Asociación de Sordos de Madrid, surge en 1906. Las personas sordas necesitaban seguir comunicándose, y durante mucho tiempo las asociaciones de sordos era el lugar al que acudir cuando necesitabas algo, para enterarte de las noticias y para poder tener conversaciones de la vida, del trabajo o del tiempo, como hacemos cualquiera de nosotros cuando nos encontramos con un compañero, amigo, o con un vecino. Para las personas sordas, durante mucho tiempo, la asociación era el único lugar completamente accesible donde poder entender y ser entendido. Y también una plataforma desde donde empezar a reivindicar sus necesidades y sus derechos.

Las asociaciones de sordos se asemejan un poco a las asociaciones de españoles en el extranjero, o incluso a las asociaciones regionales, un lugar que compartes con amigos y donde mantienes tus raíces, tus recuerdos y tu lengua. Pero también un lugar desde donde se promueven actividades culturales y se fomenta la enseñanza y el uso de la lengua, en este caso la LSE.

Hoy en día el escenario es bastante diferente, las circunstancias han ido cambiando tanto por el avance de la tecnología y el acceso a la información y la comunicación, como por la normalización del uso de la LSE y la evolución de la educación hacia modelos inclusivos. Pero aunque cueste creerlo sigue sin haber las mismas oportunidades en las grandes ciudades o en las ciudades pequeñas y/o pueblos, lo cual hace que algunas familias se tengan que plantear un cambio de residencia cuando nace un miembro de la familia con discapacidad auditiva.

Y las asociaciones de sordos… son un lugar mágico. Si no has ido nunca a una asociación de sordos te animo a que lo hagas, especialmente un día que haya una charla o actividad. Y veas los lazos tan fuertes que hay, y todas las actividades que realizan, los servicios que ofrecen y la historia que hay detrás de cada una. 

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